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meditaba en su señor asesinado y en el sino de su alocado país; coloque
ese noble fondo de arcadas, vasos, imágenes, urnas y de todo lo que pueda
expresar la vecindad del palacio ducal, y el paisaje se hace idóneo de
nuevo. Los factionnaires, con sus arcabuces, situados en las extremidades
del largo y nivelado paseo, anuncian la presencia del príncipe feudal,
así como la guardia de honor que le precede y le sigue, con las alabardas
erectas, porte firme y marcial, como ante el enemigo, y que se mueve al
unísono con su superior jerárquico, educando sus pasos para acompañarle,
deteniéndose cuando él se detiene, acomodando sus pasos a las pequeñas
irregularidades de pausa y avance dictadas por las fluctuaciones de sus
fantasías, y caminando, con precisión militar, delante y detrás de él,
que semeja el centro y principio animado de sus filas armadas, como el
corazón que da vida y energía al cuerpo humano. O si sonríe usted -añadió
el marqués, mirando con duda a mi rostro- con un paseo tan poco en
consonancia con la libertad frívola de las costumbres modernas, ¿podría
usted imaginarse demolida esa otra terraza hoyada por la fascinadora
marquesa de Sevigné, a la que están ligados tantos recuerdos referentes a
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pasajes en sus encantadoras cartas?»
Un poco cansado con esta disquisición, en la que el marqués insistía
para exaltar las bellezas naturales de su propia terraza, que, derruida
como estaba, no requería tanta recomendación, informé a mi compañero que
acababa de recibir de Inglaterra un diario de viaje hecho por el sur de
Francia por un joven amigo mío, poeta, dibujante y estudiante, en el que
da una descripción tan interesante y tan a lo vivo del Cháteau Grignan,
mansión de la hija adorada de madame de Sevigné, y a menudo lugar
habitado por ella misma, que nadie que lea el libro y que se encuentre en
la región del castillo dejará de ir en peregrinación al lugar. El marqués
sonrió muy complacido, y preguntó el título de la obra en cuestión, y
escribiendo a mi dictado Un itinerario en Provenza y el Ródano, hecho en
el año de 1819 por Juan Hughes, A. U., de Oriel College, Oxford, hizo la
observación que ahora no podía adquirir libros para su castillo, pero que
recomendaría que el Itinerario fuese encargado en la librería a la que
estaba abonné, en la población próxima. «Y aquí -dijo- viene el cura para
ahorrarnos nuevas disquisiciones, y veo a La Jeunesse en torno al viejo
pórtico de la terraza, con la intención de tocar la campana llamándonos a
comer; ceremonia de las más innecesarias para reunir a tres personas,
pero que sería motivo de desazón para el viejo hombre si la tuviese que
abandonar. No se fije en él ahora, ya que le gusta desempeñar de
incógnito los deberes de los departamentos inferiores; cuando la campana
haya cesado de sonar, aparecerá ante nosotros en su papel de mayordomo.»
Mientras el marqués hablaba, había avanzado hacia la extremidad
oriental del castillo, que era la única parte del edificio que aún
permanecía habitable.
«La Bande Noire -dijo el marqués-, cuando destruyó el resto de la
casa, buscando el plomo, la madera y otros materiales, me hizo, sin
intención, el favor de reducirla a dimensiones más adecuadas a las
circunstancias de su propietario. Ha quedado lo bastante para que la
oruga hile su capullo, ¿y qué le importa que los reptiles hayan devorado
el resto del arbusto?»
Mientras hablaba así llegamos a la puerta, en la que apareció La
Jeunesse, con aire desde luego de profundo respeto y actitud servicial y
un rostro que, aunque surcado por muchas arrugas, estaba dispuesto a
responder a la primera palabra amable de su amo con una sonrisa, que
mostraba su blanca hilera de dientes firme y hermosos a pesar de los años
y del sufrimiento. Sus medias blancas de seda, lavadas hasta que su tinte
se había vuelto amarillento; su coleta, sujeta con una roseta; el menudo
rizo gris a cada lado de sus descarnadas mejillas; la casaca, color
perla, sin cuello; el solitario, el jabot, los puños de la camisola
ostensibles en las muñecas y el chapeau brass, todo anunciaba que La
Jeunesse consideraba la llegada de un huésped al castillo como un
acontecimiento desusado, al que había que corresponder con un despliegue
de magnificencia y aparato por su parte.
Mientras miraba al fiel, aunque fantástico, servidor del marqués, el
cual indudablemente heredó sus prejuicios así como sus ropas de desecho,
no podía por menos de reconocer en mi interior la semejanza señalada por
el marqués entre La Jeunesse y mi Caleb, el fiel escudero del señor de
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