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extremo ten�a que asegurarse la felicidad de poder verla, por lo menos de verla y de que le
hablase; y decidió que, siendo amigas, tendr�a la posibilidad de poder hablarla de vez en
cuando, tal vez verla, seguir incrust�ndose en sus ojos, continuar humedeci�ndose con su
sonrisa, acaso alcanzar la dicha de besarla con la excusa de los saludos y de las despedidas.
No era una solución, tan sólo era una salida, pero era todo a lo que pod�a aspirar en esos
momentos, pensó. Las personas tratan mejor a sus amigos que a sus amantes, hab�a o�do en
alguna parte, y por eso lo �nico que se le ocurrió fue retroceder en su ambición hasta el
punto de rogarle que fueran amigas, porque seguir as�, como si no pasase nada, era perderla
para siempre, antes o despu�s.
Le pidió que le dejara ser su amiga y ella aceptó. Ni en sus pesadillas m�s angustiosas
Andrea hubiese so�ado que Carmen iba a aceptarlo con tanta naturalidad y tanta frialdad.
Carmen no hizo preguntas, tampoco cambió la mirada ni necesitó renovar el aire de los
pulmones. Su mirada era triste, fue triste desde el desplante de Laura, y las palabras de
Andrea no astillaron la traviesa que un�a sus ojos y el infinito, en donde los hab�a perdido
hac�a mucho tiempo. Aceptó y se apoyó en el pecho de Andrea, hundió la cabeza entre sus
brazos y cerró los ojos, tal vez durmió. O lloró sin l�grimas.
Andrea no supo lo que le estaba pasando porque Carmen no quiso hablar y no le
pareció bien importunarla con preguntas que no deb�a hacer. Los ni�os ya estaban en uno
de esos campamentos de verano y en su casa todo parec�a seguir igual, incluso en alg�n
momento comentó algo que le hizo pensar que dorm�a con Joan, su marido. Andrea no
estaba segura de lo que estaba pasando, pero algo ocurr�a, sin duda. Durante toda la tarde
quiso preguntarle si pod�a seguir siendo su viernes por la noche, pero tampoco se atrevió.
Le�a en su mirada la tristeza, pero no pod�a evitar sentir por ella una pasión que no
menguaba. La ausencia de Carmen era puro dolor. Oler su pelo la excitaba; morder su
sonrisa con los ojos la empapaba toda; tocar sus manos era besar el cielo una noche de luna
llena; que le permitiese contemplar sus perfiles en la penumbra era todo a cuanto pod�a
aspirar en la vida. Otra vez era sexo cuanto hac�a con ella, rozar su mano, hablarle en un
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susurro, ver juntas la televisión, llenar un vaso de agua para tomar paracetamol si les dol�a
la cabeza. Pensar en Carmen era sexo. Andrea estuvo d�as y m�s d�as haciendo sexo con ella
sin acostarse juntas. Su presencia era un estallido de fuegos artificiales y la ausencia de su
mirada un vac�o que empezó a ser la fotograf�a de la muerte. Le pidió que la dejase ser su
amiga cuando m�s la amaba, y ella aceptó cuando ya hab�a decidido que no iba a seguir
am�ndola. Ni para el exceso de amor de Andrea ni para el final del de Carmen hab�a una
razón; no la hab�a ni para la fiebre ni para la frialdad. Las cosas sucedieron, sin m�s. Lo
buscó con ansiedad. Andrea lo buscó con ansiedad, pero no encontró el botón nuclear en los
atardeceres de junio.
�No notaba que en su mano, en su mirada y en su respiración ten�a mi sentimiento,
mi razón y mi cuerpo?, se pregunta Andrea caminando deprisa por las calles en esta noche
que se est� haciendo l�quida, cuando ya recorre aceras cercanas a su casa, camina por
Balmes, est� a un par de manzanas del edificio de su apartamento. Ahora no tiene fr�o, los
pies se mueven �giles, el paseo est� a punto de terminar. Son m�s de las tres de la
madrugada y ha recorrido ocho o nueve kilómetros, como cada noche. Andrea piensa en
Carmen, sólo en ella, y el recuerdo de su presencia es una pregunta que a�n no tiene
respuesta. Se acuerda de ella y la sangre se agolpa en sus mejillas, sin comprender qu� le
pasó. No pod�a comprenderlo. "La tocaba y su piel era suave como la de una ni�a. Yo iba a
seguir agazapada entre las sombras de sus pensamientos, me mirase o no, me tocase o no,
me quisiese o no. Cuando llegu� a ese lugar donde la paz la ten�a ella, cuando encontr�
acomodo a su sombra, ya no me quedaba m�s que una pasión total, la que sent�a por ella e
iba a seguir sintiendo para siempre".
Carmen aceptó ser su amiga y un momento despu�s le pidió a gritos vendavales de
aire para respirar. Al instante supo lo que significaba: Carmen necesitaba un pedazo de vida
para ella, quer�a vivir sola, volar por su cuenta, y Andrea comprendió lo que le ped�a
porque hac�a tiempo que lo estaba esperando. Carmen empezó a salir sola por las noches, se
lo contaba despu�s y le confesaba encuentros en la cama que no le molestaban porque
Andrea sólo quer�a ver que en sus ojos ya no viajaba la tristeza, y aunque hablara de chicas
de diecisiete o de cuarenta y cinco a�os, de amantes catalanas o francesas, de rubias o
morenas, de camioneras severas o de lesbianas sofisticadas y femeninas, hasta de un chico
homosexual de veinte a�os al que conoció, la alegr�a no asomaba a aquellas pupilas y en su
miraba permanec�a de guardia el pesar �cido de la insatisfacción, de la incredulidad. Como
amiga, Andrea sintió la obligación de explicarle que la promiscuidad era evidencia de que
no encontraba lo que buscaba, y ella escuchó sus razones sin responder. Hasta que dijo que
iba a probar con un hombre que no fuese homosexual y Andrea comprendió que el quinto
mes nunca nacer�a entre ellas.
Lo que Andrea no pudo imaginar era que el hombre con el que Carmen iba a probar
era Joan, su marido. Se lo dijo bordeando los abismos de julio y nunca se vio en invierno
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