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conmigo.
A finales de enero se reanudaron las clases, y el primer día, al abrir
la puerta de mi despacho, seguro de que iba a reencontrarme por fin con
Rodney, a punto estuve de darme de bruces con un gordito casi albino a
quien no había visto nunca. Naturalmente, creí que me había equivocado
de despacho y me apresuré a disculparme, pero antes de que pudiera
cerrar la puerta el tipo me alargó una mano y me dijo en un español tra-
bajoso que no me había equivocado; a continuación pronunció su nombre
y me anunció que era el nuevo profesor ayudante de español. Perplejo, le
estreché la mano, balbuceé algo, me presenté; luego conversamos un
momento, ignoro acerca de qué, y sólo al final me resolví a preguntarle
por Rodney. Me dijo que no sabía nada, salvo que él había sido
contratado para sustituirlo. Antes de la primera clase de la mañana
indagué en las oficinas: allí tampoco sabían nada. Finalmente fue la
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secretaria del jefe del departamento quien, al día siguiente, me dio
noticias de mi amigo. Al parecer, apenas unos días antes del final de las
vacaciones un familiar había llamado para anunciar que Rodney no iba a
reincorporarse a su puesto de trabajo, razón por la cual el jefe se había
visto obligado a buscar, furioso y a toda prisa, quien lo sustituyese. Le
pregunté a la secretaria si sabía lo que le había ocurrido a Rodney; me
dijo que no. Le pregunté si sabía si e! jefe lo sabía; me dijo que no y me
aconsejó que no se me ocurriera preguntárselo. Le pregunté si tenía el
teléfono de Rodney; me dijo que no.
-Ni yo ni nadie en el departamento -me dijo, y entonces supe que
estaba tan furiosa con Rodney como su jefe; sin embargo, antes de que
me marchara se rindió a mi insistencia y añadió a regañadientes-: Pero
tengo sus señas.
Algunos días después le pedí prestado el coche a Barbara y me fui
a Rantoul. Era una tarde luminosa de principios de febrero. Salí de Urbana
por Broadway y Cunningham Avenue, conduje hacia el norte por una
autopista que avanzaba entre campos de maíz enterrados en la nieve,
brillantes de sol y salpicados de pinos, arces, silos de metal y casitas
aisladas, y al cabo de veinticinco minutos, después de dejar de lado una
base aérea del ejército, llegué a Rantoul, una pequeña ciudad de
trabajadores (en realidad poco más que un pueblo grande) comparada
con la cual Urbana tenía cierto aire de metrópolis. A la entrada, en el
cruce entre dos calles -Liberty Avenue y Century Boulevard-, había una
gasolinera. Me detuve y pregunté a un hombre vestido con un mono por
Belle Avenue, que era la calle donde, según la secretaria del
departamento, vivía Rodney; me dio algunas indicaciones y continué
hacia el centro. Al rato estaba perdido. Había empezado a anochecer; la
ciudad parecía desierta. Paré el coche en una esquina, justo donde un
letrero proclamaba: Sangamon Avenue. Frente a mí cruzaba una vía de
tren y más allá la ciudad se disolvía en una oscuridad boscosa; a mi
izquierda la calle no tardaba en cortarse; a mi derecha, a unos trescientos
metros, parpadeaba un anuncio luminoso. Torcí a la derecha y fui hasta el
anuncio: Bud's Bar, rezaba. Aparqué el coche en medio de una hilera de
coches y entré.
En el bar reinaba una atmósfera de noche de sábado, humosa y
jovial. Había bastante gente: muchachos jugando al billar, mujeres
metiendo monedas en las máquinas tragaperras, hombres bebiendo
cerveza y viendo un partido de béisbol en una pantalla gigante de
televisión; un juke-box difundía música country por todo el local. Me
acerqué a la barra, detrás de la cual deambulaban tres camareros -dos
muy jóvenes y el otro algo mayor- en torno a una mesa baja y erizada de
botellas y, mientras aguardaba que alguien me atendiera, me quedé
mirando las fotos de estrellas de béisbol y el gran retrato de John Wayne
vestido de vaquero, con un pañuelo granate anudado al cuello, que
pendían de la pared del fondo. Por fin uno de los camareros, el mayor de
los tres, se me acercó con cierto aire de urgencia, pero antes de que
pudiera preguntarme qué deseaba tomar le dije que estaba buscando
Belle Avenue, el 25 de Belle Avenue. Como si se estuviera burlando, el
camarero preguntó:
-¿Quiere ver al médico?
-Quiero ver a Rodney Falk -contesté.
Debí de decirlo en voz demasiado alta, porque dos hombres que
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estaban acodados a la barra junto a mí se volvieron para mirarme. La
expresión del camarero había cambiado: ahora la burla se había
convertido en una mezcla de extrañeza e interés; él también se acodó a
la barra, como si mi respuesta hubiera disipado su prisa. Era un hombre
de unos cuarenta años, compacto y oscuro, de cara rocosa, ojos
achinados y nariz de boxeador; llevaba puesta una gorra sudada con la
insignia de los Red Socks, que dejaba escapar por la nuca y las sienes
mechones de pelo grasiento.
-¿Conoce a Rodney? -preguntó.
-Claro -contesté-. Trabajamos juntos en Urbana.
-¿En la universidad?
-En la universidad.
-Entiendo -asintió con la cabeza, pensativo. Luego añadió-: Rodney
no está en su casa.
-Ah -dije, y a punto estuve de indagar dónde estaba o cómo sabía
él que no estaba en casa, pero para entonces ya debía de sentirme
inquieto, porque no lo hice-. Bueno, da igual. -Repetí-: ¿Podría decirme
dónde queda el 25 de Belle Avenue?
-Claro -sonrió-. Pero ¿no le apetece tomarse antes una cerveza?
En aquel momento noté que los hombres sentados a la barra
seguían escudriñándome, y absurdamente imaginé que toda la clientela
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