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santuario protector. Incluso llegaban las serpientes, silbantes y
aterradoras, deslizándose a través de la hierba. Sólo las aves, que
volaban en densas formaciones, parecían seguras; halcones, buitres y
otras especies aprovechaban nuestro desastre y se
lanzaban sobre las culebras y los animales pequeños, llevándoselos como
fáciles presas. Estábamos demasiado agotados para seguir; y además nos
dimos cuenta de que era inútil intentarlo, pues las jirafas, que se
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habían lanzado al galope al llegar a terreno abierto, retrocedían. El
círculo se había cerrado.
Escalé las rocas de la cañada, donde se habían reunido toda clase de
animales. Había allí leones y cabras, leopardos y babuinos, hienas y
antílopes, contemplando fascinados el incendiado horizonte. A lo lejos se
extendian dos largos cuernos de fuego, que claramente iban a encontrarse
si es que no lo habían hecho ya. Peor aún, el viento había variado
ligeramente de dirección y las llamas empezaban a avanzar hacia nosotros.
El otro lado de la cañada estaba bloqueado por el horno del bosque
ardiendo;
por delante teníamos el camino cortado por las llamas que avanzaban hacia
nosotros por la hierba.
-¡La situación es muy dificill-grité a Padre-. No hay salida, y está
empezando a aproximarse.
-¿Cuánto tardará en llegar aquí?-gritó Padre.
-Media hora como máximo dije yo.
-Entonces venid y ayudadme -gritó Padre. Cuando yo me uní a ellos, él
daba órdenes con tono agudo e incisivo.
-Colocad a los niños junto a las rocas. Luego la mitad seguid a Wilbur y
la otra mitad a mí.-El corrió hacia un lado y Wilbur hacia el otro.
Seguí a Padre y vi horrorizado que se agachaba para arrojar chispas de
sus pedernales sobre la hierba seca.
-¿Estás loco?-grité.
-¡Tenemos que hacer un cortafuegos de hierba quemada que el fuego
principal no pueda cruzar! -contestó él-. Wilbur y yo encenderemos
pequeños sectores y luego vosotros los apagareis golpeándolos con varas
para que no quede vegetación en el suelo. Es nuestra única posibilidad.
Después de pensarlo un momento, entendí la maniobra, y empezamos a
trabajar rápidamente. Frente a nosotros, y avanzando como mil rojos
rinocerontes, se alzaba la gran cortina de llamas y humo. Con lo que
parecía lentitud desesperada, quemamos la hierba en pequeños sectores
controlables, apagándolos progresivamente, y creamos una zona negra y sin
combustible alrededor de nuestros pequeño santuario, lleno de mujeres,
niños y animales temblorosos y aterrados.
Lo terminamos justo a tiempo, y retrocedimos cuando caían bramando sobre
nosotros grandes y feroces columnas de llamas. Una ola inmensa de calor
calcinante nos hizo pegarnos a las ya sobrecalentadas rocas.
Frenéticamente metimos puñados de hierba seca en las bocas de los niños,
mientras los animales chillaban y se retorcían, y una monstruosa nube de
humo, salpicada de flameantes partículas de hierba y ramitas ardiendo, lo
envolvió todo.
Pero pasó. Pasó sobre nosotros y se perdió en la ya ennegrecida selva de
la que había venido. El humo fue desvaneciéndose gradualmente y no
resultó ya tan difícil respirar. Entonces una misma idea se apoderó de
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todos nosotros hombres y animales: encontrar agua. Lentamente todo el
grupo, los de dos patas y los de cuatro, nos internamos entre las
ardientes cenizas, que era todo lo que quedaba de la vegetación, camino
del río más próximo. Nadie cazaba a nadie; cada uno llevaba o conducía a
sus crías, camino de los bebederos donde esperaban los cocodrilos. Pero
ante tal cantidad de animales se quedaron perplejos; nunca habían visto
chapoteo tan tremendo de garras y pezuñas, y desaparecieron. Luego, sin
peligro ya, aplacada la sed y refrescadas las quemaduras, todos empezaron
a mirarse de nuevo. En unos instantes, desaparecieron todos, salvo una
cría de liebre perdida que William cogió en brazos.
-Bueno, qué le vamos a hacer-dijo Padre, animosamente-. Ya veis, sin
embargo, qué invento tan maravilloso es. Si no hubiésemos podido Wilbur y
yo hacer fuego exactamente cuando queríamos y donde queríamos, todos
estaríais asados en este momento.
Tío Vanya abrió la boca. Luchó en vano buscando palabras y, derrotado, la
cerró de nuevo. Se levantó, alzó la mano al cielo en un gesto desesperado
y se alejo lentamente, levantando nubes de blanca ceniza a cada pisada.
El comentario quedó para Griselda. Negra de la cabeza a los pies, con las
cejas y la mayor parte del pelo quemados, volvió tristemente hacia mí sus
ojos enrojecidos.
-Tu Padre -masculló- es imposible.
Tardamos un buen rato en llegar otra vez a la cueva, La mayor parte del
territorio estaba cubierto de una alfombra de ceniza. Quemaduras y
ampollas nos molestaban muchísimo; los niños lloriqueaban y gemían y
había que llevarlos en brazos cada poco. Griselda estaba muy deprimida,
pero al fin se había convencido de que Padre era en realidad un peligroso
revolucionario. Yo pensé que esto era positivo, al menos, e intenté
animarla contándole mis importantes conclusiones sobre el significado de
los sueños: las breves visitas que hacemos a aquel otro mundo cuando el
cuerpo se encierra en el sueño, mundo en el que parece razonable suponer
que nos hundimos por entero cuando caemos víctimas de algún enemigo.
-Estás hecho un filósofo, no hay duda -dijo Griselda, contemplando
sombría su reflejo en un estanque por el que pasamos-. ¿Crees que volverá
a crecerme el pelo por este lado? ¿O se me caerá lo demás y me quedaré
calva para toda la vida?
En realidad todos, salvo Padre, estábamos de muy mal humor. Este hurgaba
muy interesado en la ceniza con un palo, y de vez en cuando encontraba
hyrax, culebras y ardillas que ofrecía a todos diciendo que no todos los
días se encontraba carne caliente gratis. Pero no estábamos de humor para
apreciar los manjares. Cuando llegamos a la cueva, el fuego, claro está,
se había apagado. Padre amontonó hierba y hojas secas y trozos de madera
chamuscada del bosque incendiado y con su eslabón y su pedernal pronto
encendió otra hoguera.
-Ya veis -dijo orgulloso-. ¡Ha sido terrible sin duda, pero daos cuenta
de que merece la pena. Fuego cuando uno quiere, donde quiere, y con
mínimo esfuerzo. Se tardará mucho en mejorar este procedimiento.
-Sí -dijo Oswald-. Pero de todas maneras, Padre, no tiene mucho objeto
que hagas fuego si tenemos que salir de aquí inmediatamente.
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-¡Marcharnos! ¿Por qué demonios habríamos que hacerlo? -exclamó Padre.
-¿Marcharnos?-gimió Madre-. La primera noticia que tengo. Y espero que la
última.
-¿Marcharnos?-gritó Tía Mildred-. Yo no podría. No puedo dar un paso más.
-Pues tendremos que irnos de todos modos -dijo Oswald-. Al parecer no os
habéis dado cuenta ninguno de que los pequeños experimentos de Padre han
acabado con la hierba, y con la mayoría del bosque, en setecientos
kilómetros a la redonda. Si no hay hierba, no habrá caza, sin caza no hay
comida. En resumen, tenemos que largarnos.
-Mañana saldremos hacia nuevos bosques y nuevos pastos -dije yo
mecánicamente, en un eco.
-¡Mañana! -gritaron las chicas-. ¡Oh, no, no hablaréis en serio!
-Y eso significa -dijo Madre lúgubremente, mirando a Padre -el final de
la cueva.
-Te encontraré otra cueva, querida -dijo Padre-. En fin... ésta estaba
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