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escaleras derruidas, se han reflejado un instante en
mis ojos, pero quedaron allá, sin moverse. El tranvía
que pasa delante del hotel Printania, no se lleva, de
noche, en los vidrios, el reflejo del cartel de neón; se
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inflama un instante y se aleja con los cristales negros.
Ese hombre no deja de mirarme; me fastidia. Se
da demasiada importancia para su talla. Por fin la criada
decide servirlo. Levanta perezosamente el gran brazo
negro, alcanza la botella y la lleva junto con un vaso.
Aquí está, señor.
Señor Achille dice él con urbanidad.
La criada sirve sin responder; de pronto el hombre
se saca el dedo de la nariz y apoya las dos manos
abiertas en la mesa. Ha echado la cabeza hacia atrás
y le brillan los ojos. Dice, con voz fría:
Pobre mujer.
La criada se sobresalta y yo también me
sobresalto; la expresión del hombre es indefinible, de
asombro tal vez, como si fuera otro el que acaba de
hablar. Los tres estamos incómodos.
La gorda criada es la primera en recobrarse; le
falta imaginación. Mira de arriba abajo al señor Achille
con dignidad; sabe que le bastaría una sola mano para
arrancarlo del asiento y arrojarlo afuera.
¿Y por qué voy a ser una pobre mujer? Él
vacila. La mira desconcertado y ríe. Su rostro se pliega
en mil arrugas; hace movimientos ligeros con el puño:
Le ha molestado. Uno dice pobre mujer, sin
intención. Pero ella le vuelve la espalda y se mete detrás
del mostrador: está realmente ofendida. El hombre ríe
todavía:
¡Ja, ja! Se me escapó. ¿Está enojada? Está
enojada dice, dirigiéndose vagamente a mí.
Desvío la cabeza. Él levanta un poco el vaso, pero
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no piensa en beber; entrecierra los ojos con aire
sorprendido e intimidado; se diría que trata de recordar
algo. La criada se ha sentado en la caja; toma una
costura. Todo ha vuelto al silencio; pero ya no es el
mismo silencio. Ha empezado a llover; las gotas golpean
ligeramente los vidrios esmerilados; si todavía quedan
niños disfrazados en las calles, se les ablandarán y
embadurnarán las máscaras de cartón.
La criada enciende las lámparas; apenas son las
dos, pero el cielo está negro, ya no ve bastante para
coser. Luz suave; las gentes están en sus casas,
también habrán encendido la luz. Leen, miran el cielo
por la ventana. Para ellos... es otra cosa. Han envejecido
de otra manera. Viven en medio de legados, de regalos,
y cada uno de los muebles es un recuerdo. Relojitos,
medallas, retratos, caracoles, pisapapeles, biombos,
chales. Tienen armarios llenos de botellas, telas, trajes
viejos, periódicos; lo han guardado todo. El pasado es
un lujo de propietario.
¿Dónde había de conservar yo el mío? Nadie se
mete el pasado en el bolsillo; hay que tener una casa
para acomodarlo. Mi cuerpo es lo único que poseo; un
hombre solo, con su cuerpo, no puede detener los
recuerdos; le pasan a través. No debería quejarme:
sólo quise ser libre.
El hombrecito se agita y suspira. Se ha
apelotonado en su abrigo, pero de vez en cuando se
endereza y adopta un aire altanero. Él tampoco tiene
pasado. Buscando bien, sin duda encontraríamos en
casa de primos que ya no lo visitan una fotografía suya
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en una fiesta, con un cuello roto, una camisa de plastrón
y un bigote duro de muchacho. De mí creo que ni
siquiera queda eso.
Todavía me mira. Esta vez me hablará; me siento
rígido. No es simpatía lo que hay entre nosotros; somos
parecidos, eso es todo. Está solo como yo, pero más
hundido que yo en la soledad. Ha de esperar su Náusea
o algo por el estilo. Entonces, ahora hay gente que me
reconoce y piensa, después de mirarme: Ése es de
los nuestros . Bueno... ¿Qué quiere? Debe de saber
bien que nada podemos el uno por el otro. Las familias
están en sus casas, en medio de sus recuerdos. Y
aquí nosotros, dos restos sin memoria. Si se levantara
de golpe, si me dirigiera la palabra, yo daría un salto.
La puerta se abre con estrépito: es el doctor Rogé.
Buenas tardes a todo el mundo.
Entra, hosco y receloso, vacilando un poco sobre
sus largas piernas, que apenas soportan su torso. Lo
veo a menudo los domingos en la cervecería Vézelise,
pero él no me conoce. Tiene la estructura de los
antiguos monitores de Joinville: brazos como muslos,
ciento diez de contorno de pecho y, sin embargo, no
se mantiene en pie.
Jeanne, nena.
Corretea hasta la percha para colgar el gran
sombrero de fieltro. La criada ha doblado su costura y
va sin prisa, durmiendo, a extraer al doctor de su
impermeable.
¿Qué toma usted, doctor?
Él mira gravemente. Eso es lo que yo llamo una
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hermosa cabeza de hombre. Gastada, agrietada por la
vida y las pasiones. Pero el doctor ha comprendido la
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