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qué lloráis, que viva soy? Dejad esos gritos y voces; no curéis más de
llorar, pues que podéis abrazar y hablar a quien lloráis.»
Entonces llamó al viento cierzo y mandole que hiciese lo que su marido
le había mandado. Él, sin más tardar, obedeciendo su mandamiento, trajo
luego a sus hermanas muy mansamente, sin fatiga ni peligro; y como
llegaron, comenzáronse a abrazar y besar unas a otras, las cuales, con el
gran placer y gozo que hubieron, tornaron de nuevo a llorar. Psiches les
dijo que entrasen en su casa alegremente y descansasen con ella de su pena.
Capítulo II
Cómo, prosiguiendo la vieja el cuento, contó cómo las dos hermanas de
Psiches la vinieron a ver y ella les dio de sus joyas y riquezas y las envió a
sus tierras, y cómo por el camino fueron envidiando de ella con voluntad
de matarla.
-Después que así les hubo hablado, mostroles la casa y las grandes
riquezas de ella y la mucha familia de las que le servían oyéndolas
solamente; y después les mandó lavar en un baño muy rico y hermoso y
sentar a la mesa, donde había muchos manjares abundantemente, en tal
manera que la hartura y abundancia de tantas riquezas, más celestiales que
humanas, criaron envidia en sus corazones contra ella. Finalmente, que l
a
una de ellas comenzó a preguntarle curiosamente y a importunarle que le
dijese quién era el señor de aquellas riquezas celestiales, y quién era o qué
tal era su marido. Pero con todas estas cosas, nunca Psiches quebrantó el
mandamiento de su marido ni sacó de su pecho el secreto de lo que sabía: y
hablando en el negocio, fingió que era un mancebo hermoso y de buena
disposición, que entonces le apuntaban las barbas, el cual andaba allá
ocupado en hacienda del campo y caza de montería; y porque en algunas
palabras de las que hablaba no se descubriese el secreto, cargolas de oro,
joyas y piedras preciosas, y llamado el viento, mandole que las tornase a
llevar de donde las había traído: lo cual hecho, las buenas de las hermanas,
tornándose a casa, iban ardiendo con la hiel de la envidia que les crecía, y
una a otra hablaba sobre ello muchas cosas, entre las cuales, una dijo esto:
«Mirad ahora qué cosa es la fortuna ciega, malvada y cruel. ¿Parécete a
ti bien que seamos todas tres hijas de un padre y madre y que tengamos
diversos estados? ¿Nosotras, que somos mayores, seamos esclavas de
maridos advenedizos y que vivamos como desterradas fuera de nuestra
tierra y apartadas muy lejos de la casa y reino de nuestros padres, y esta
nuestra hermana, última de todas, que nació después que nuestra madre
estaba harta de parir, haya de poseer tantas riquezas y tener un dios por
marido? Y aun, cierto, ella no sabe bien usar de tanta muchedumbre de
riquezas como tiene: ¿no viste tú, hermana, cuántas cosas están en aquella
casa, cuántos collares de oro, cuántas vestiduras resplandecen, cuántas
piedras preciosas relumbran? Y además de esto, ¿cuánto oro se huella en
casa? Por cierto, si ella tiene el marido hermoso, como dijo, ninguna más
bienaventurada mujer vive hoy en todo el mundo; y por ventura podrá ser
que, procediendo la continuación y esforzándose más la afición, siendo él
dios, también hará a ella diosa. Y por cierto así es, que ya ella presumía y
se trataba con mucha altivez, que ya piensa que es diosa, pues que tiene las
voces por servidoras y manda a los vientos. Yo, mezquina, lo primero que
puedo decir es que fui casada con un marido más viejo que mi padre, y
además de esto más calvo que una calabaza y más flaco que un niño,
guardando de continuo la casa cerrada con cerrojos y cadenas.»
Cuando hubo dicho esto, comenzó la otra y dijo:
«Pues yo sufro otro marido gotoso, que tiene los dedos tuertos de la gota
y es corcovado, por lo cual nunca tengo placer, y estoy fregándole de
continuo sus dedos endurecidos como piedra con medicinas hediondas y
paños sucios y cataplasmas, que ya tengo quemadas estas mis manos, que
solían ser delicadas, que cierto yo no represento oficio de mujer, más antes
uso de persona de médico, y aun bien fatigado. Pero tú, hermana, paréceme
que sufres esto con ánimo paciente; y aun mejor podría decir que es de
sierva, porque ya libremente te quiero decir lo que siento. Mas yo, en
ninguna manera, puedo ya sufrir que tanta bienaventuranza haya caído en
persona tan indigna: ¿no te acuerdas cuán soberbiamente y con cuánta
arrogancia se hubo con nosotras, que las cosas que nos mostró con aquella
alabanza, como gran señora, manifestaron bien su corazón hinchado? Y de
tantas riquezas como allí tenía nos alcanzó esto poquito, por contra su
voluntad, y pesándole con nosotras, luego nos mandó echar de allí con sus
silbos del viento. Pues no me tenga por mujer, ni nunca yo viva, si no la
hago lanzar de tantas riquezas; finalmente, que si esta injuria te toca a ti,
como es razón, tomemos ambas un buen consejo, y estas cosas que
llevamos no las mostraremos a nuestros padres, ni a nadie digamos cosa
alguna de su salud; harto nos basta lo que nosotras vimos, de lo cual nos
pesa de haberlo visto, y no publiquemos a nadie tanta felicidad suya,
porque no se pueden llamar bienaventurados aquellos de cuyas riquezas
ninguno sabe: a lo menos sepa ella que nosotras no somos sus esclavas,
más sus hermanas mayores; y ahora dejemos esto y tornemos a nuestros
maridos y pobres casas, aunque cierto buenas y honestas, y después
instruidas, con mayor acuerdo y consejo tornaremos más fuertes para punir
su soberbia.»
Este mal consejo pareció muy bueno a las dos malas hermanas, y, [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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