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El caso de Il Mostro no interesaba en absoluto al
doctor Lecter, pero no ocurría lo mismo con los
antecedentes de Pazzi. Qué fatalidad, ir a encontrar
a un policía entrenado en Quantico, donde Hannibal
Lecter era un caso de libro de texto.
Cuando el doctor Lecter observó el rostro de Rinaldo
Pazzi en el Palazzo Vecchio y estuvo lo bastante
cerca de él como para aspirar su olor, supo sin
lugar a dudas que el inspector jefe no sospechaba
nada, ni siquiera al preguntarle por la cicatriz de
la mano. Pazzi no tenía el menor interés en lo
referente a la desaparición del conservador.
El policía lo había visto en la muestra de
instrumentos de tortura.
Ojalá hubiera sido una exposición de orquídeas.
Lecter era perfectamente consciente de que todos los
elementos de la iluminación estaban presentes en la
cabeza de Pazzi, rebotando al azar con el resto de
sus conocimientos.
¿Se reuniría Rinaldo Pazzi con el difunto
conservador del Palazzo Capponi, abajo, en la
humedad? ¿Encontrarían su cuerpo sin vida después de
un aparente suicidio? La Nazione se sentiría
orgullosa de haberlo acosado hasta la muerte.
Todavía no, reflexionó el Monstruo, y dirigió su
atención a los grandes rollos de manuscritos de
pergamino y vitela.
El doctor Lecter no se preocupa.
Disfruta con el estilo de Neri Capponi, banquero y
embajador de Venecia en el siglo XV, y lee sus
cartas, a veces en voz alta, por puro placer, hasta
altas horas de la noche.
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Capítulo 22.
Antes de que amaneciera, Pazzi tenía en sus manos
las fotografías tomadas al doctor Fell para su
permiso de trabajo, además de los negativos de su
permesso de soggiorno procedentes de los archivos
de los carabinieri .
También disponía de los excelentes retratos
policiales reproducidos en el cartel de Mason
Verger. Los rostros tenían el mismo contorno, pero
si el doctor Fell era el doctor Hannibal Lecter, la
nariz y los pómulos habían sufrido una
transformación, tal vez mediante inyecciones de
colágeno.
Las orejas parecían prometedoras.
Como Alphonse Bertillon cien años antes, Pazzi
escrutó cada milímetro de los apéndices con su lente
de aumento. Parecían idénticas.
En el anticuado ordenador de la Questura, tecleó su
código de Interpol para acceder al Programa para la
Captura de Criminales Violentos del FBI, y entró en
el voluminoso archivo de Lecter. Maldijo la lentitud
del módem e intentó descifrar el borroso texto de la
pantalla hasta que las letras se estabilizaron.
Conocía la mayor parte del material. Pero dos cosas
le hicieron contener la respiración. Una vieja y
otra nueva. La entrada más reciente hacía alusión a
una radiografía según la cual era muy posible que
Lecter se hubiera operado la mano. La información
antigua, el escáner de un informe policial de
Tennessee deficientemente impreso, dejaba constancia
de que, mientras asesinaba a sus guardianes de
Memphis, el doctor Lecter escuchaba una cinta de las
Variaciones Goldberg .
El aviso puesto en circulación por la acaudalada
víctima norteamericana, Mason Verger, animaba a
cualquier informante a llamar al número del FBI que
constaba en el mismo. Se hacía la advertencia
rutinaria de que el doctor Lecter iba armado y era
peligroso. También figuraba el número de un teléfono
particular, justo debajo del párrafo que daba a
conocer la enorme recompensa.
El billete de avión de Florencia a París es
absurdamente caro y Pazzi tuvo que pagarlo de su
bolsillo. No confiaba en que la policía francesa le
proporcionara una conexión por radio sin
entrometerse, y no conocía otro medio de
conseguirla. Desde una cabina de la sucursal de
American Express cercana a la Ópera, llamó al número
privado de aviso de Verger.
Daba por sentado que localizarían la llamada. Pazzi
hablaba inglés con fluidez, pero sabía que el acento
lo delataría como italiano.
La voz era de hombre, con inconfundible acento
norteamericano y muy tranquila.
Tenga la bondad de comunicarme el motivo de su
llamada.
Creo tener información sobre Hannibal Lecter.
Bien, le agradecemos que se haya puesto en contacto
con nosotros. ¿Conoce su paradero actual? Eso creo.
La recompensa, ¿es en efectivo? Así es. ¿Qué prueba
concluyente tiene usted de que se trata de él? Debe
hacerse cargo de que recibimos muchas llamadas sin
fundamento.
Puedo decirle que se ha sometido a cirugía facial y
se ha operado de la mano izquierda. Pero sigue
tocando las Variaciones Goldberg . Tiene
documentación brasileña.
Una pausa.
¿Por qué no ha llamado usted a la policía? Mi
obligación es animarlo a que lo haga.
La recompensa, ¿se hará efectiva en cualquier
circunstancia? La recompensa se entregará a quien
proporcione información que conduzca al arresto y
condena.
Pero ¿se pagaría aunque las circunstancias
fueran... especiales? ¿Se refiere al caso de
alguien que en circunstancias normales no tendría
derecho a cobrarlo? Sí.
Los dos trabajamos para conseguir un mismo fin. Así
que permanezca al teléfono, por favor, y permita que
le haga una sugerencia. Va contra las convenciones
internacionales y contra la ley norteamericana
ofrecer una recompensa por alguien muerto.
Permanezca al aparato, por favor. ¿Puedo preguntarle
si llama desde Europa? Sí, así es, y es todo lo que
pienso decirle.
Muy bien, caballero, escúcheme.
Le sugiero que se ponga en contacto con un abogado
para informarse de la legalidad de ese tipo de
recompensa, y que no emprenda ninguna acción
delictiva contra el doctor Lecter. ¿Me permite que
le recomiende un abogado? Puedo darle la dirección
de uno en Ginebra con experiencia en este terreno.
¿Me permite que le dé su número de teléfono
gratuito? Lo animo calurosamente a que lo llame y
sea franco con él.
Pazzi compró una tarjeta telefónica e hizo la
siguiente llamada desde una cabina en los grandes
almacenes Bon Marchè. Habló con una voz de cerrado
acento suizo. En cinco minutos habían acabado.
Mason pagaría un millón de dólares norteamericanos
por la cabeza y las manos de Hannibal Lecter.
Pagaría la misma cantidad por cualquier información
que condujera a su arresto.
Confidencialmente, pagaría tres millones de dólares
por el doctor vivo, sin hacer preguntas y
garantizando absoluta discreción. Las condiciones
incluían cien mil dólares por adelantado. Para
hacerse acreedor al adelanto, Pazzi debería entregar
un objeto que tuviera al menos una huella dactilar
del doctor Lecter. Si cumplía ese requisito, podría
disponer del resto del dinero, depositado en una
caja de seguridad suiza, a su conveniencia.
Antes de abandonar los almacenes en dirección al
aeropuerto, Pazzi le compró a su mujer un salto de
cama moaré color melocotón.
Capítulo 23.
¿Cómo comportarse cuando se sabe que los honores
convencionales son basura? ¿Cuando, como Marco
Aurelio, se está convencido de que la opinión de las
generaciones futuras importará tan poco como la
presente? ¿Es posible comportarse bien? ¿Es
inteligente comportarse bien? Ahora Rinaldo Pazzi,
del linaje de los Pazzi, inspector jefe de la
Questura florentina, debía decidir cuánto valía su
honor, o si existía una sabiduría superior a las
consideraciones del honor.
Llegó de París a la hora de cenar, y durmió poco.
Hubiera querido consultar a su mujer, pero no fue
capaz; sin embargo, obtuvo consuelo en ella.
Permaneció despierto largo rato después de que la
respiración de la mujer se sosegara. Bien entrada la
noche, renunció a dormirse y salió a la calle para
dar un paseo y pensar.
La codicia no es un pecado desconocido en Italia;
Rinaldo Pazzi la había absorbido a bocanadas con el
aire de su tierra. Pero su deseo de poseer cosas y
su ambición naturales se habían pulido en
Norteamérica, donde todo se asimila rápidamente,
incluidas la muerte de Jehová y la adoración al
becerro de oro.
Cuando Pazzi abandonó las sombras de la Loggia y se
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